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Al pasar frente a una góndola de vinos del supermercado el movimiento de los ojos se vuelve casi errático, aleatorio, tan complejo que resulta difícil descifrar qué es lo que se quiere aunque sabemos que se trata de vino. Por extraña inclinación no exenta e azar, se comienza a leer una etiqueta, y después el precio. Por lo tanto, aquellos vinos desean manifiestar su presencia autónoma, exuberante, y tras él efervescencia caótica de un proceso sumergida en el mercado que imaginan de placer, acompañado de una latera fanfárrea que siempre lo declara como “alimento”, aunque se consuma poco como tal. Cuelgan de las botellas piochas con su reconocimiento, un puntaje que aumenta el espacio de promoción, y más abajo se lee que fueron elaborados por una supuesta ética de responsabilidad y transparencia pero sabemos, que son los condimentos narrativos de la libre elección, para que la relación de compra entre a fuerza y se renueve con la rapidez que el mercado exige, y que a veces no resulta tan bien como se cree. Aquellos vinos están ahí por ese motivo, y no por otros. Y esa, es parte de la cultura del vino conocida en nuestro tiempo.
Entonces, no es una exageración o una bravuconada hablar de Chanchos como contracultura, bajo la cual nos hemos ido liberando de quienes dicen “lo hacen bien” cuando se ve mucho público o “no lo hacen bien” por no incluir a inoculantes con bonita historia. Ya no nos interesa porque con los productores dialogamos sobre nuestra razón. Una de ellas es que no se produce Chanchos por el puro deseo de ser, de estar en esa carrera de popularidad de ferias y adherentes porque si pensamos aunque sea por un segundo de esa forma, no estaremos siendo distintos al vino de supermercado, pretendiendo ser el eje de una chora afición hasta plagarnos de propaganda con felicidad convocante. Los productores no son parte de una transacción generalizada y son ellos quienes decidieron llevar a Chanchos, o sea a sí mismos, a regirse bajo una sola regla que los vincule: vino natural, y radical.